diumenge, 31 d’agost del 2008

Vida de Gallolo

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Siempre he pensado en Gallolo como paradigma de ese otro Mestalla. El Mestalla friki, destarifado, pasado de rosca. Ese otro Mestalla sin el cual es imposible comprender lo que en verdad es Mestalla.

Al hombre llamado Gallolo le pillaron haciéndose una paja en el sector 29. O dicho a la valenciana: fent la mà.

No era un partido más. Eran las semifinales de copa de 1993. Un VCF-Zaragoza que acabó con empate a uno. A bote pronto recuerdo la ponentà de aquella tarde-noche de junio y sus efectos devastadores en las ya de por si desequilibradas gentes del país. ¿qué voy a contar que no sepáis? Si Albert Camus hubiera escrito 'El Extranjero' en la playa de La Patacona no hubiera recurrido al calor sofocante para intentar bucear en la conciencia de Meursault. Directamente hubiera apelado al poniente, a la clásica ponentà de todos los veranos. Porque en esencia, Gallolo sucumbió a la locura. Y se hizo un pajón atrapado en la marea de cárdenos y azules rosados que colorean la cúpula del cielo en esos atardeceres ponentosos y únicos que lo ennoblecen todo. Yo, al leer la noticia en el periódico al día siguiente, lo entendí enseguida: Gallolo se dejó llevar por la luz en retirada que matiza la techumbre del anfiteatro con alardes de sinfonia colorista.

Pero recapitulemos. El partido era aburrido, con un Valencia pegajoso y amanerado, que jugaba a la patraña del 'made in Valencia', ese otro chiste con que Robinson rebautizó al equipo de Hiddink en alguna de las primeras retransmisiones de Canal Plus. Gallolo se hartó, como todos, y empezó a buscar alternativas al fútbol aplatanado y blando de su equipo. Primero se fumó un porrito con cierta ansiedad y después se asomó al balcón de la desaparecida general de las banderas, cuando todavía era la grada más alta de Mestalla. Sé, porque Gallolo no era un ser banal, que pensó en lo extraño que era todo. En primer lugar aceptó los restos ennegrecidos de ceniza que cubrían los pilares del graderío como el poso trágico del pasado ferroviario del club, desgranando en una hipotética acuarela el paisaje industrioso y decadente de la estación de antaño. Por un momento fue el saxofonista de 'Acordes y Desacuerdos', la peli de W. Allen protagonizada por Sean Penn, y vió pasar trenes donde ya sólo quedaba la memoria de los raíles enterrados para el mundial 82. Sin duda, el peta surgió efecto. Y el hombre llamado Gallolo voló hasta más allá del barrio de Algirós para atisbar algún hilo de mar, ese mar que siempre estuvo tan cerca y tan lejos de Mestalla. Entonces, el hombre llamado Gallolo se acomodó en la última fila del graderío resuelto a terminar con tanta mojigatería ambiental. Estaba solo, de cuando aquella grada nunca se llenaba, y decidió sacarse la polla. Así, con gran naturalidad.

Puede que Arroyo ya hubiera marcado el gol del Valencia 50 metros más abajo o que la tropa empezara a ver con claridad que ese año tampoco jugaríamos la final; conjeturas. Ya sabéis, el VCF llevaba siglos sin jugar finales y la peña no esperaba milagros. Gallolo tampoco. Así que se empezó a pajear. Al principio nadie se percató y Gallolo siguió a lo suyo. Mestalla masticaba hortigas y del viejo Yomus llegaban rumores de tambores lejanos. Alguien, el típico aguafiestas incapaz de guardar un secreto, soltó la voz la alarma: 'ye nanos, ahi n'hi hà un tio fent-se una gallola'. El resto es materia de página de sucesos. La policía subió a la grada y se llevó al hombre llamado Gallolo ante la estupefacción de los presentes. Ahí, pese a todas las pesquisas posteriores, se pierde su rastro.

Han pasado 15 años y lo que viene es algo parecido a una novela. Lo reconozco, he pensado mucho en aquel tipo. A su alrededor he levantado un mundo ficcional que me ha ayudado a digerir mejor las diferencias entre lo novelesco y lo real. Porque Gallolo es un arquetipo, el hombre que se hace una paja en Mestalla, un remedo postmoderno de el hombre que mató a Liberty Valance.

A veces lo imagino en la barra de un bar, en algún barrio de aluvión, rememorando en secreto su gesta, añadiendo matices, coloreando la escena, intuyendo desenlaces. Es un hombre enjuto, que ya peina canas, con un tatuaje revelador: amor de madre. Como si fuera un personaje de Onetti, Gallolo es un hombre vencido que fuma y espera. De vez en cuando coge el Super, lee la columna de Carlos Bosch y se mete en el lavabo. Está por ver si lo uno lleva a lo otro. Pero a tanto no llego. En el aseo no sabe si cagar o volver a recomponer la maniobra que le hizo inmortal para siempre. Lo que si es seguro es que en sus mejores días tiene un sueño: volver algún día a Mestalla antes de que lo derriben y culminar, en la última fila del graderío, lo que a medias se quedó.

Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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dijous, 28 d’agost del 2008

Banqueta visitant. RCD Mallorca.


Iniciem amb la temporada de lliga una sèrie de col·laboracions d'aficionats dels equips que visitaran Mestalla. Els hem demanat que ens oferisquen la seua visió
, sempre particular i individual, de Mestalla. D'aficionat al futbol a aficionat al futbol, d'un malalt a un altre. Sense més transcendència però, pensem, amb tot l'interés.
Des d'ací mostrar el nostre més sincer agraïment a aquells amistosos rivals que honraran este blog amb els seus escrits.


Mestalla: el templo del dolor.



Después de casi toda mi vida (30 años) como hincha acérrimo y obsesivo, ahora vivo retirado del fútbol. Lo llevo bien, gracias, al menos por el momento. Pero, a pesar de mi retirada, no puedo olvidar mi pasado mallorquinista y ‘barralet’. Y en ese pasado las visitas de mi equipo al estadio
de Mestalla ocupan un lugar especial, por doloroso.

Los aficionados a la selección de rugby de Sudáfrica conocen al estadio neozelandés de Carisbrook (Dunedin) como ‘La casa del dolor’ (The house of pain), pues en ese recinto no han podido ganar los Springboks desde hace 80 años (racha que se rompió, precisamente, este pasado 12 de julio [http://es.youtube.com/watch?v=0tuxR32d0e8]. La última victoria sudafricana en Carisbrook data del lejanísimo 1928). Para mí y para el mallorquinismo al completo Mestalla ha significado lo mismo que Carisbrook para los Springboks: un templo del dolor en el cual las ambiciones rojinegras eran minuciosamente desarboladas y trituradas. Año tras año. Ninguna victoria en Mestalla. Cada visita anual significaba para el Real Mallorca una derrota asegurada, a veces amplia e indiscutible; un uno fijo en la quiniela. Si en otros estadios el Mallorca se mostraba en ocasiones ambicioso y luchador, en Mestalla los jugadores rojinegros no evidenciaban ninguna actitud positiva o ambiciosa. Eran derrotados con una facilidad pasmosa, como si el ambiente (otros dirían el ‘karma’) del estadio valencianista irradiara un aire mefítico que eliminara de raíz su voluntad, de la misma manera que le sucede a esos protagonistas de El ángel exterminador de Luis Buñuel que, inexplicablemente, son incapaces de salir del salón de una casa.

Pero el problema no era tanto el Valencia como Mestalla (al Valencia se le ha ganado en Palma en no pocas ocasiones), pues las derrotas del Mallorca en este estadio no sólo se han producido a manos del Valencia CF. Probablemente la más dolorosa de todas, al menos para mí (me recuerdo días después del partido, todavía aletargado por el peso de la decepción), se la infligió otro equipo, el FC Barcelona. Fue en la final de la Copa del Rey de la temporada 1997-1998. Y fue en Mestalla, el templo del dolor. En un partido intensísimo, de esos que se denominan (a veces con excesiva generosidad) épicos, con un imperial Carlos ‘Lechuga’ Roa (partidazo el suyo; en la tanda de penalties paró tres tiros y metió el que lanzó), el Mallorca de Héctor Cúper se quedó al borde mismo del éxito, que habría supuesto su primer título. Llevó la iniciativa en el marcador, controló a las estrellas rivales (Figo y Rivaldo), padeció dos expulsiones en la prórroga (‘El Mencho’ Mena y Quique Romero, además de la lesión de Gabi Amato), y después, en la tanda final, Jovan Stankovic tuvo en sus pies el balón del triunfo. Pero disparó fuera. La tanda siguió. El Mallorca no podía ganar. Era Mestalla. El dolor. La ruleta alcanzó hasta el fallo de Eskurza, que dio el triunfo a los blaugranas, que conseguían ese año el doblete (Video final Copa 1998: http://es.youtube.com/watch?v=MlYE_G3q3Os)

Siguen los paralelismos. Si, como he dicho, la Sudáfrica de rugby acaba de romper el maleficio del terrible estadio de Carisbrook, el Real Mallorca hizo lo propio con Mestalla el pasado 30 de marzo (http://www.elpais.com/articulo/deportes/Mallorca/gana/primera/vez/Mestalla/elpepudep/20080330elpepudep_19/Tes). Esta última temporada el Mallorca venció en Mestalla, y además con sorprendente facilidad y amplitud (0-3). Todo lo que caracterizaba los partidos Valencia-Mallorca acabó transfigurándose; la habitual dificultad operativa de los visitantes dio paso a una placidez inspirada y letal. Un milagro. Lo malo es que no pude disfrutar semejante gesta, dada mi retirada futbolística. Me enteré tras el partido de la sorpresa. Mestalla ya no era invencible, pero no se me ha permitido disfrutar de ese preciado momento. Para mí Mestalla siempre será el templo del dolor, incluso cuando ya haya desaparecido.


Postdata: nunca he estado en Mestalla. En su interior, quiero decir. Viajé por primera vez a Valencia el pasado mes de noviembre y me quedé a las puertas del estadio. Ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de entrar. Una de esas noches de noviembre, tras salir de la Universidad de Valencia, escuché desde la calle cómo un reducido número de aficionados noruegos celebraba la derrota valencianista a manos de su equipo, el Rosenborg. La única alegría que me ha deparado Mestalla se dio esa noche, un poco más tarde. No tuvo que ver con la derrota valencianista (no guardo rencor alguno a este equipo, y por eso no celebré su derrota en Champions), sino con la victoria del Rosenborg. Este equipo noruego nunca me había llamado la atención, pero después de coincidir con sus hinchas (femeninas) en un bar esa madrugada, en el barrio del Carmen, donde celebraban la victoria, creo que ya me cae algo mejor. De este equipo no recordaré los remates de sus delanteros ni las jugadas de sus centrocampistas, sino las vertiginosas curvas y los cabellos largos y rubios de sus fogosas seguidoras.

Juan Antonio Horrach
Aficionado del RCD Mallorca

diumenge, 24 d’agost del 2008

¡Quiero Danone, Dame Danone...! ¡Toma Danone!

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Pongamos que es noviembre, podría ser abril también, pero dejemos que un ambiente otoñal nos envuelva y situémonos en una tarde de noviembre de un año de estos. Un año cualquiera. No importa cuál. Un año en el que nuestra vida fuera tan sencilla o complicada como siempre lo es. Es fin de semana, la televisión está encendida y estoy sentado en el sofá viendo un partido de fútbol mientras mi hijo lee una revista musical. No importa qué partido es, uno cualquiera, de cualquier liga, con dos equipos que intentan hacerse con el control del juego pero que están ofreciendo un pobre espectáculo futbolístico. Un partido de esos. Tengo un bocadillo de chistorra en las rodillas y una jarra de cerveza a mi izquierda, con solo estirar el brazo soy capaz de acercarla hasta mis labios. Justo cuando estoy mordiendo el bocadillo y un pequeño chorro de aceite carmesí me ensucia el dedo índice de la mano derecha, el medio centro del equipo local supera a un contrario y abre un balón diáfano y preciso a la banda de tribuna. Allí un lateral brioso, y rápido como un hurto, supera a su par y coloca un centro raso al borde del área, en la perpendicular del punto de penalti. La defensa visitante se ha metido con demasiada rapidez en su propia área siguiendo el ataque feroz del contrario, lo que ha generado un espacio de ensueño para la incorporación del enganche, en el punto exacto hacia donde el balón rueda. El media punta abre los ojos como un dibujo animado japonés. Lo ve claro. Visualiza la jugada y el resultado de la misma como le ha explicado el psicólogo del equipo. Arma la pierna. Balón y bota se funden en un golpe violento, seco e inmisericorde. Tengo el volumen del televisor quitado. No soporto a los comentaristas. El chut se ha ido a las nubes. Trago el bocado de chistorra y digo a mi hijo, que no ha prestado atención a la jugada:

-¡Le ha pegado al Danone!

Mi hijo levanta la cabeza de la revista y me mira extrañado, no sabe de qué hablo, no se le ocurre más que decir, con esa desfachatez adolescente que exhibe últimamente:

- Papá, no bebas.

¿Tiene sentido esta viñeta? ¿Qué significa, si es que significa algo? Llegados a este punto es muy posible que algunos esbocen una sonrisa con la seguridad de que sí saben de qué hablo; aunque otros, seguramente con menos preocupaciones que uno mismo, piensen que el fútbol produce raros especímenes que incluso se atreven a escribir. Escribir en un blog. Para que otros lo lean.

Os hablo de un tiempo donde era “blanco”, “de fresa” y “de chocolate”. Sota, caballo y rey. De ponerle azúcar antes de degustarlo. De devolver el recipiente de vidrio en la lechería y así convertirse en un viajero del tiempo. Un reciclador de ciencia-ficción en una vida en blanco y negro. Os hablo de cuando no había una florecilla que enturbiara un despejado camino comercial. Cuando el nombre del producto y el producto en sí, se confundían hasta convertirse en un perfecto fenómeno de feria. Yogur. Danone. Sí, pero ¿qué hay de esa escena escalofriante de aburrimiento crónico de fin de semana de otoño frente a un bocadillo de chistorra y un partido penoso? No es nada demasiado importante. Nada demasiado trascendente. Es sólo el modo sigiloso e indoloro en el que los lugares por donde pasamos en nuestra vida, los lugares en los que nos hemos sentido vivos, nos marcan. Nos dejan una impronta y nos hacen suyos tras haberlos hecho nuestros primero. Parajes de la vida y la memoria. Y si esta no me falla, en lo más alto de los fondos de Mestalla, en la general de pie, en la curva, cerca de uno de los marcadores y en su esquina opuesta, siguiendo la diagonal del campo, había dos enormes anuncios de yogur Danone. Anuncios desaparecidos hace décadas pero que ocupan un espacio físico en nuestro recuerdo. Y uno no puede evitar experimentar una profunda frustración si alguno de nuestros jugadores apunta allí siguiendo un arcano designio; al igual que un alivio indisimulado se extiende como un reguero de pólvora por las gradas, cuando es un rival el que dispara a ese lugar de nuestra memoria.


Francisco García (àlies Cisco Fran)
Soci del València CF

dimarts, 19 d’agost del 2008

El día de la Virgen

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Seguro que no te acuerdas de aquel día. Seguro que no, porque tú eres de esos aficionados que se sacaron el pase cuando el Valencia empezó a ganar títulos y a sacar pecho, hace sólo unos años. Pero te juro que aquel día lo que pasó en Mestalla fue la más sabrosa de las victorias. No ganamos ningún título, mas fue como si hubiéramos conquistado la Liga de Campeones.

Fue el día de la Madre, pero, en realidad, debió haber sido el día de la Virgen. Nos jugábamos no bajar a segunda división por primera vez en nuestra historia, en el último partido de liga y contra el Real Madrid, que tenía que ganar para lograr el título. A nosotros no sólo nos servía ganar. Teníamos que esperar a que perdiera Las Palmas en casa ante el Athletic, que también pugnaba por el título, que el Celta perdiera en Valladolid, que el Racing no ganara en el campo del Atlético de Madrid y que el Osasuna le ganara al Barcelona en el viejo Sadar. Toda una carambola. Habíamos hecho una temporada desastrosa, algo así como si Koeman hubiera entrenado al equipo todo el año, pero el destino nos concedió una última oportunidad.

En aquellos tiempos, los madridistas todavía se atrevían a ir a Mestalla y se les podía distinguir porque, cuando marcaba su equipo, saltaban como un resorte, como si hubieran estado escondidos toda la tarde, para celebrarlo. Había 10.000 madridistas en un Mestalla a rebosar, donde se respiraba esa desagradable soberbia que tan bien saben expresar los merengues. Estaban convencidos de que el Madrid ganaría la liga y que nosotros nos iríamos irremediablemente a segunda.

Algo ocurrió cuando quedaban cinco minutos para terminar la primera parte. Saura sacó un córner, Pablo peinó la pelota en el primer palo y Tendillo remató a puerta para marcar un gol para el Valencia. Pero no fue él, que yo lo vi. Fue la Virgen de los Desamparados, que cogió a Tendillo por la cintura y lo aupó para poder darle al balón el impulso necesario con el que besara las redes madridistas. Te juro que lo vi, como si aquella aparición divina fuera una revelación de lo que más tarde iba a ocurrir. Te juro que también vi, en la segunda parte, cómo la Virgen desviaba el balón en dos ocasiones hacia los postes de la portería de Bermell. Y no sólo eso. Sé que habló con algunos amigos para que el Valencia pudiera seguir en primera. Habló con San Isidro para que ganara el Atlético de Madrid, con San Fermín para que venciera el Osasuna, con San Pedro Regalado para que el Valladolid se impusiera al Celta y con como coño se llame el patrón de Las Palmas para que los canarios no doblegaran al Athletic.

Aquel día vi llorar en Mestalla a más gente que nunca. A los madridistas, de tristeza, por haber tirado la liga en el último partido; a los valencianistas, de alegría, por haber salvado la categoría. Aquel día la Virgen nos dio una segunda oportunidad. Tres años después dijo que ya no se movía y nos fuimos a segunda. Pero no te puedes imaginar la alegría de aquel 1 de mayo de 1983. No, no te la puedes ni imaginar.

Paco Gisbert.
Socio del Valencia CF
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dissabte, 16 d’agost del 2008

Jardiners

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Mireu atentament la foto que encapçala este text. És una foto de Mestalla a principis dels anys setanta, més concretament, en 1973. S'intuïx el fum d'una traca disparada per qualsevol bona raó i s'aprecia el lamentable estat de la gespa en l'àrea del Gol Gran. Un creïllar que s'estén invasor fins més enllà de la mitjana lluna de l'àrea. Esta imatge procedix d'un cromo de la col·lecció Fher de la temporada 1973-74. És una imatge que va perdurar en el temps i sempre em va produir una barreja d'intriga i estupefacció. Sent jo en aquells anys un principi d'estudiant curiós i inquisitiu, em preguntava què absurda raó evitava remeiar el fet que el nostre terreny fóra més lleig que el lleig dels Hermanos Calatrava. Considerant el fet provat que el futbol, en eixa època, es jugava sobre una superfície vegetal, vaig arribar a la brillant conclusió que els responsables eren els jardiners. No em servia l'argument fallit d'afirmar que a València era molt difícil mantindre la gespa en condicions. Bastava pensar en el camp de golf d'El Saler per a demostrar que allò era una fal·làcia inacceptable. Que el ritme de partits evitava la regeneració del terreny de joc tampoc em servia. Es podia substituir la superfície terrosa per “tepes” de gespa i atés que la competició tenia molts menys partits que en l'actualitat, el temps suficient perquè s'assentara el nou tapís apareixia en l'horitzó amb la mateixa claredat que l'estel del matí. Per tant, quina raó hi havia perquè el club seguira comportant-se com una Celestina animant els enamoriscaments entre la gespa i la terra? El meu diagnòstic era clar i despietat: els jardiners del València eren uns pèssims professionals. I ací doní amb la clau. Professionalitat. Una qualitat que no abunda en el món real, a pesar de botar de boca en boca com un cangur australià buscant menjar en el desert. Una paraula que, donada la seua longitud i positiu significat, ompli, sense deixar cap ocasió, les boques que la pronuncien. Com la de qui encara és (si els diners del Sr. Soriano no ho remeien prompte) l’accionista de referència J. B. Soler.

Quan es va produir la venda d'accions de Paco Roig al susdit J. B., vaig pensar que la pau social portaria grans èxits esportius. Atés que amb una convulsa escena social l'equip havia fet realitat nostres desitjos més inconfessables, vaig inferir que, després de la pau social aconseguida, el nostre límit era el cel. Que es prepararen els uns i els altres, els de la “meseta” i els del nord, el València CF seria hegemònic en els temps per vindre. Em van agradar els discursos en què s'afirmava que els nous temps del València s'anaven a regir per decisions empresarials i que l'equip de gestió seria molt professional, com els nous temps futbolístics exigien. Però prompte va quedar en evidència que allò eren paraules nècies, dites per encantadors de serps que, això sí, amassaven en les seues desmanotades mans grans fortunes familiars i milers d'accions del València CF. Que el València és un club desmemoriat és una afirmació banal, i si ens va costar 31 anys tornar a guanyar una lliga, pense que poc importava passar alguna temporada en blanc. Es dir, que molt més important era assentar els projectes, donar confiança als jugadors i tècnics i, des d'un punt de vista professional, generar recursos econòmics que engrandiren al club. Eixes decisions professionals van brillar per la seua absència, i encara les estem esperant. Ja en estos temps em pregunte: si estos directius hagueren gestionat les seues empreses del mode capritxós i obtús com han gestionat el nostre club, qui els reconeixeria ara com a hòmens d'èxit en els seus negocis? Són tan mals professionals com els jardiners del València dels primers anys setanta. Afortunadament, els jardiners dels últims vint anys són excel·lents i els terrenys de Paterna i la gespa de Mestalla són estores que un encara somia xafar alguna vegada, com en la infància. Són professionals. Complixen la funció per a la que han sigut contractats. Són un exemple per als dirigents haguts i per haver-hi. Un club de futbol és una empresa molt complexa. No produïx béns de consum. Produïx emocions. Emocions que poden portar a l'aficionat a consumir productes llicenciats o potser a no consumir-los de cap mode, la qual cosa també ha de ser considerat. Els treballadors d'esta empresa solen guanyar més que els seus caps i a més són éssers humans amb perfils de prima donna en la majoria dels casos. No es coneix cap cas en què un obrer li diguera al capatàs que atés que les seues parets tenien una verticalitat perfecta, el seu contracte hauria de ser revisat a l'alça. O que atés que els blocs de formigó requerien un esforç físic major, l'obrer exigia tornar a posar rajoles en compte de blocs. No. El futbol té unes arestes que si es desconeixen o s'ignoren acaben lacerant els projectes i ferint-los de mort. Cal ser un vertader professional del futbol per a estar en el pont de comandament. En la nit de Sant Llorenç vaig mirar com tots anys la pluja d'estreles fugaces (massa van passar per este club ja) i vaig formular un desig, com faig sempre. Que J. B. i Soriano només pronuncien les paraules que siguen capaços de complir i que deixen treballar als professionals. Què com es fa? Podrien començar per preguntar-li als jardiners com han aconseguit que el verd tapís cobrisca totalment les nostres il·lusions.

Francisco García (àlies Cisco Fran)
Soci del València CF
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dimarts, 12 d’agost del 2008

Rugidos, olores y silencios

·Cada partido en Mestalla es un ritual que libera los sentidos. Cada quince días se repite de manera idéntica una maravillosa liturgia. Pueden caer presidentes, técnicos y jugadores, sumergidos por la marea de lava que la acequia de Mestalla arrastra en su paso subterráneo por el estadio. La ceremonia es siempre la misma. Sostengo la teoría de que sería capaz de 'ver' un encuentro del VCF sentado en una de las terracitas de la Avenida de Suecia, contemplando entre martinis la vieja fachada de la tribuna, último trozo de memoria que une a todas las generaciones valencianistas, y guiándome únicamente por los rugidos de la grada. Y por sus tensos silencios, sus furtivos bròfecs y el aroma inconfundible de montecristos y caliqueños...

Podría incluso cerrar los ojos, que contemplaría con total nitidez la creciente angustia que provocaba en la parroquia que Fernando pinchase la pelota y robara dos segundos antes de escoger un envío siempre perfecto; los crispados silbidos de un pase errado de Castellanos, Tomás, Farinós o Pellegrino; la ovación al elegante regate y salida controlada de la pelota del emperador Arias y el 'faraonito' Quique; los olés facilones a artistas, perezosos o efectistas, romaristas o aimaristas; los aplausos rabiosos a los gestos tribuneros de Carboni y el Kily González; el frenético bramido de los contragolpes liderados por Pedja, el Piojo o Vicente; la certeza de que una falta acabará en gol cuando el estadio entonaba el mágico 'Keeeeeempes, Keeeeeeeempes'... la intuición de que los mismos elogios que nos han suscitado Cañizares, Ayala, Baraja, Silva y Villa, los empleamos de pequeños con Sempere, Voro, Arroyo y Penev, nuestros padres los utilizaron para ovacionar a Abelardo, Jesús Martínez, Claramunt, Valdez y Waldo, y nuestros abuelos los dedicaron a piropear el 'football' de Eizaguirre, Puchades, Gorostiza y Mundo...

Sigamos con los secos 'uy!!!' con la pelota oliendo el poste, los alarmistas 'ay!!' de inconfundible procedencia femenina aplacados con el silencio de haber encajado un tanto, el orgásmico 'goooooool!!!' que deja los cimientos temblando...

Tampoco hace falta entrar en el estadio para sentir la asfixiante olla a presión en la que se convierte este santuario en circunstancias extremas, cuando se lucha por títulos o cuando se socorre a un equipo famélico y en crisis. Y basta con escuchar un 'que se besen, que se besen' o un 'Sois San Marino' facturado desde el viejo Gol Gran para adivinar que la representación es surrealista o cómica. El pueblo de Mestalla, valenciano con reminiscencias vascas y argentinas, es así: exagerado, sobreprotector, burlón... Desde mi privilegiada posición en los aledaños detectaría el aroma nocturno de los extintos partidos de las 22.30, de los pasionales duelos contra el Real Madrid y FC Barcelona, de las noches europeas con aristócratas rivales, del veraniego 'cinema paradiso' de los bolos del antiguo Naranja con la expectación que suscitaban los fichajes y los exóticos contrincantes; la lluvia torrencial que decoró la goleada al Bayern en 1996, los partidos contra el Athletic (Mestalla, sobre todas las cosas, siempre será un VCF-Athletic...).

Si cierro y aprieto los ojos podría remontarme hasta el mejor encuentro de la historia de este deporte. Fue en 1947 y enfrentó al VCF y al Torino de Valentino Mazzola, posiblemente los dos mejores equipos del planeta en aquella época. Que en realidad ese envite nunca se jugara es un detalle sin ninguna importancia. Contemplando embobado la fachada de tribuna y su cubierta inglesa, la militancia recobra sentido y todas las historias son posibles.


Vicent Chilet Torrent
Socio del Valencia CF
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dissabte, 9 d’agost del 2008

La mística es el matiz

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“Vivimos en un país metafísico pero nadie se da cuenta”
César Simón

Habrá que decirlo cuanto antes. Este es un blog que aspira a inventariar la mística del VCF desde la mirada lateral del matiz. Más allá del palmarés, la gloria o la estadística, el objetivo del viaje es saciar la botella del matiz: hacer apología de lo residual. No hay ninguna bandera que enarbolar y mucho menos la de la superioridad moral. La moral en el fútbol murió con la cansina sentencia de Camus. Lo que queda es un paisaje enfermo, en manos enfermas, escriturado por tipos enfermos: nosotros mismos.

Como dijo Arcadi Espada en el colegio Peset Aleixandre (marzo 2003), entre el fútbol o la vida hemos optado por la literatura, que es el único territorio donde la pereza opaca del fantasear encuentra cabida. Lo que intentamos a duras penas es preservar por escrito la emoción de Mestalla al margen de lo evidente. Lo evidente ya está en los libros, en las hemerotecas, en las vitrinas. Por contra, el inventario de matices corre el riesgo de perderse. Y es ahí donde algunos queremos centrar nuestros esfuerzos. Ya no soñamos con glorias futuras pero si mantenemos vivo el caudal energético de las metáforas. Es una forma de ofrecerle al valencianismo cuotas de realidad subterráneas, tangibles tan sólo desde la paradoja fluvial de la acequia invisible que nos acoge.

En la tradición ágrafa del valencianismo las palabras siempre caen del lado de la demagogia. Y ya es sintomático si valoramos que este fue un club fundado por un catedrático de literatura, don César Augusto Milego. Si nos apoyáramos en la locuacidad etílica de Vila-Matas acabaríamos descubriendo un eje del No de dimensiones amargas. El VCF es el club Bartleby por excelencia. Se niega a escribirse. Como el No escritor triestino Bobi Bazlen, acumula notas a pie de página que nunca ven la luz. No es extraño que la bandera fundacional del club se perdiera por negligencia ni que la mayoría de títulos, banderines y documentos acumulados durante 90 años permanezcan arrinconados en oscuras dependencias cubiertas de polvo y escrementos de ratas.

Somos un club de metafísica subterránea, como si la acequia de Mestalla cumpliera la doble potestad de ser fuente de vida y cementerio de ideas. Algo sucede bajo tierra que no vemos. La fluvialidad oculta es siempre un misterio mayor e insondable. Lo fácil es sucumbir entonces al discurso grandilocuente y sonoro de la fanfarronería. Y la lista es larga: Ramos Costa, Roig, Soler, Villalonga. La extrañeza del VCF es su capacidad para atravesar la historia cosido al No discurso o sorteando el influjo de la perversión ideológica.

Sin duda, hemos llegado hasta aquí gracias al impulso feroz de muchos pero hemos llegado mudos, por inercia, sosteniéndonos en el alambre del amor anónimo de un montón de hombres buenos que legaron una pasión sin palabras. Por el camino, este club tan querido se ha ido dejando el poder del lenguaje, esa membrana etérea y voluble que sin embargo engendra el material atómico de las lealtades que no exigen nada a cambio. Lealtades anónimas y sinceras que son ya un patrimonio del pasado. El club es ya una entelequia cosificada por la histeria y el síndrome del nuevo rico sin posibles. Un ente institucionalizado y deshumanizado, corroído por la miseria moral de los políticos y sus mercachifles. No nos engañemos. El VCF ya no existe. Queda lo poco que queda de Mestalla. Y la difusa sensación de todo aquello que hemos sido gracias a las vivencias acumuladas entre sus cuatro paredes. Es mucho, muchísimo. Y los que participamos aquí intuimos que merece la pena mostrar la otra cara de ese Valencia en vías de extinción. En realidad, ese legado basta para colmar una vida. Encierra, finalmente, el mayor de los misterios: todo es mentira pero hay que saber contarlo como si fuera verdad y cada domingo en Mestalla el mito volviera a volar.


Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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dimecres, 6 d’agost del 2008

Confieso que he vivido... en Mestalla

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Entre la distancia y el enmarañado camino que el crepúsculo de la memoria nos lleva a encontrar brotan miles de huellas perdidas en el cemento de Mestalla. Algunas se abren en el libro nunca escrito y aún inacabado que busca en la identidad de los recuerdos aquello que, parafraseando al poeta, glosa con el "confieso que he vivido... en Mestalla".

Si alguna vez os acercáis al campo vacío, sentaos en la grada. Allí, entre el silencio parapetado del murmullo de la ciudad, se puede escuchar la melodía de los latidos apasionados que generaciones de individuos anónimos lanzaron al aire hasta impregnar el sentido de su leyenda.

La primera vez que percibí aquel rumor fue una tarde de domingo de principios de los sesenta. Mi proximidad vecinal permitía visitas sorpresa al recinto cerrado acompañado de un nutrido grupo de chavales de barrio en busca de emociones. Saltábamos por la tapia que recaía sobre la huerta que hoy ocupa la Avenida de Aragón. El objetivo era un botín: cascos vacíos de refrescos que en un bar cercano se pagaban a dos reales por envase. Un juego en el que el suspense por no ser descubierto por el vigilante creaba los alicientes necesarios para combatir la rutina escolar y semejarse a una hazaña, mucho más allá del pequeño reparto de unas monedas.

Nunca lo olvidaré. Asomándome con cautela por un vomitorio de la grada de la mar descubrí la inmensidad cautivadora del campo. La tarde caía. El sol se ocultaba tras la grada del anfiteatro. Ajeno a mis compañeros, sentí el murmullo incierto de algo que no supe precisar ni entender. La imagen que mi retina captaba engrandecía mis sentimientos y la belleza de las formas: el esplendor del césped, las sillas de enea vacías, la grada gris salpicada de formas lineales que dibujaban sectores y escaleras, el foso que conducía a los vestuarios, el marcador; aquel espectáculo hizo nacer un lazo de unión invisible que se simbolizó con unas gotas de sangre derramadas al salir por la tapia y arañarme con la alambrada metálica armada de espinas.

Vivir en aquel barrio de San José de los años 60' tenía grandes ventajas. De la magia que a tantos nos ha hipnotizado en el campo, algunos también podíamos gozar del inmenso resplandor luminoso de un Mestalla nocturno desde la ventana de nuestra casa, observar los tubos fluorescentes de los pasillos de acceso o la ansiada búsqueda de las banderas en los mástiles rozando el cielo luminoso en las sobremesas de invierno que anunciaban como trompetas de circo romano la proximidad de la contienda, sin olvidar el clamor rotundo del gol atravesando las huertas cuyo eco oíamos desde la calle o en nuestra habitación.

Sin duda, de aquellas primeras sensaciones nació una creencia y una militancia. De los variados adoctrinamientos en los que fuimos instruidos, esta religión, con nombre de acequia, es la única que finalmente nos ha hecho devoto de sus preceptos, alegrías y sufrimientos. Es cierto que el fútbol, como la vida, es sólo un juego. Y que a veces se gana y otras se pierde. Pero la historia de Mestalla es la nuestra. Una historia compartida que debemos transmitir a quien la quiera escuchar, porque sin juegos y espectáculos generadores de sentimientos donde identificarnos, la vida sería mucho más gris y difícil de conllevar.


Alfredo Cardona
Socio del Valencia CF

dissabte, 2 d’agost del 2008

Mestalla: Una educació sentimental

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Me'n vaig a Mestalla! En estes senzilles, quasi inofensives, paraules residix l'essència i raó de la pertinença a l'afició d'un equip de futbol. Vaig escoltar eixes paraules sent molt xiquet. No sabria dir a quina edat. Quatre, cinc anys tal vegada. La seguretat i aplom en la veu de mon pare, tancant la porta darrere d'ell, un diumenge després d'haver dinat, un dissabte de primavera a la nit, d'eixos de berenar-sopar, o un dia laborable de tardor, quan les competicions europees ho exigien, sempre em van fer sentir segur. Mestalla. Sonava bé. Rotund, fort, colorista, enorme... Però com sabria jo a què es referia mon pare? Els meus primers pensaments em feien concloure que Mestalla era nostre. Sí, com el dos cavalls en què ens portava al Saler a enfilar per les dunes i tombar-nos al sol com una sargantana. O com nostre era també les tovalles d'hule i els gots de Duralex que presidien, humils, les nostres col·lacions diàries. Més avant vaig ser conscient que Mestalla no sols ens pertanyia a nosaltres. Baquer, un amic de mon pare, també solia freqüentar Mestalla, acompanyant-se mútuament ambdós. Resultava indesxifrable per a un xiquet tan xicotet (i egoista com tots els xiquets ho són a eixa edat) que una cosa poguera ser de dos persones al mateix temps, però més indesxifrable encara va ser el fet de comprovar que Mestalla tinguera centenars d'amos, tal vegada milers. Un dia la qüestió no va poder ser eludida per més temps. Necessitava saber què era Mestalla. Saber què estrany atzar ens feia posseir alguna cosa, intangible per a mi, que al mateix temps posseïen moltíssimes persones més. Em vaig atrevir a preguntar-li'l a ma mare. Ella em va respondre mentres amb una mà pegava voltes a una futura melmelada de taronja i de reüll no perdia corda de l'episodi diari de Bonanza. És el camp del València. Ostres, Pedrín! El València, l'equip de futbol de què sempre parlava mon pare. El de Waldo, Guillot, Abelardo i Sol. Herois. Déus, pensava jo. Els havia vist en alguna revista i en la Hoja del Lunes, però ignorava tot sobre ells, llevat que després de la meua família, ells eren la meua gent. Ells eren dels nostres.
Un dia mon pare em va pentinar. Fet inusual per dos raons. La primera era que sempre ho feia ma mare i la segona és que era un diumenge en acabant de dinar. Ja havíem anat a missa al matí i no entenia bé per què havíem d'anar de nou a la vesprada. Mon pare va pronunciar les paraules màgiques, que tantes vegades havia escoltat abans, esta vegada ampliades en nombre. Ens n'anem a Mestalla! El vaig mirar des de la meua infantil alçada amb uns ulls incrèduls i una emoció incontenible. Mestalla seria meu també, eixa vesprada, dins d'un estona, per sempre... Recorde la gentada que s'arremolinava en les voltants del camp, els revendes (que mon pare identificava perfectament després d'anys i panys de veure rondar), xiquets com jo, amb la mateixa cara d'il·luminats, puros enormes en les boques de senyors amb bigot, els porters que retallaven el número triat per al partit d'eixe dia i la major emoció de totes: el verd del terreny de joc. El soroll, els colors, el rellotge i el marcador. Mestalla ja era meu per sempre, però en la meua innocent mentalitat era incapaç d'adonar-me que en realitat era jo qui seria seu per sempre. Tirant la vista arrere no em cap més que designar aquell dia com un dels més feliços de la meua vida, encara que gran part d'eixos records no siguen meus, sinó de mon pare. Conta mon pare que em va traure a la gespa en la mitja part i jo vaig córrer fins al centre del camp, on solien deixar un baló en el punt central durant els descansos, i li vaig donar un xut. Que Waldo va patir un xoc i va haver de jugar amb el cap embenat. I que el València, eixe equip que ja era el meu, va guanyar. Anys després vaig acompanyar un dia d'abril al meu amic Juan Carlos a Mestalla. Ell entrenava en l'equip cadet i jo desitjava veure l'entrenament perquè pensava que potser podria unir-me a l'equip. Mentres els futurs jugadors de futbol es canviaven i botaven als terrenys de darrere de numerada, on s'exercitaven habitualment, vaig accedir a les graderies d'un Mestalla buit i banyat per una tènue llum daurada. Els meus pensaments van córrer per la gespa, es van desmarcar, van sobrepassar diversos contraris i van afusellar el porter en una jugada calcada a les que Kempes solia fer. I eixos pensaments em van produir una satisfacció plena. Em van fer sentir a casa, en la meua, en la de tots els que com jo van obtindre esta educació sentimental de la mà dels seus majors. Estava en el millor lloc que podia desitjar, el cresol dels meus somnis, la praderia de la victòria i la derrota, el camp en què la nostra vida ho és amb més força i veritat. Vaig pensar en aquell moment, i encara ho faig, que havia de considerar-me afortunat per ser del València i tindre una llar com el camp de Mestalla. Compartir eixe sentiment amb tots aquells que, al llarg dels anys, han animat, patit i disfrutat amb el joc del València, suposa una filiació vitalícia que és un dels més grans valors que em van ser transmesos. Quan tanque la porta després de mi, inclús quan la casa està buida, per a assistir a un partit del nostre equip, sempre ve als meus llavis eixa expressió triomfal i vibrant que em va portar fins allí. Me'n vaig a Mestalla!

Francisco García
(àlies Cisco Fran)
Soci del València CF
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